lunes, 13 de julio de 2015

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Desde el agua tuvo una mejor perspectiva: ella se iba y no parecía que fuese a caer en la trampa de nuevo. Su estómago temblaba y generaba remolinos que subían a la superficie, donde todo estaba calmo. Procuró moverse y nadar, simulando una despreocupada relajación. Quizá lo lograse, como siempre, en ese instante en el que antes de perderse en el bosque ella levantó la vista y la miró. Pero no, esta vez fue diferente. Con las últimas cosas en su mano, ella se entreveró con los árboles.

Debajo del agua, las algas acariciaban las puntas eróticas de sus pies. Algunos pececitos pasaban junto a su cuerpo desnudo, reflejando en sus escamas los vestigios de la luz del sol. Pequeñas partículas ondulantes formaban una danza a su alrededor: una perfecta armonía que no se reflejaba más arriba, donde lloraba e imaginaba que ella volvía, desnuda también y le exigía perdón. Ella se las pedía sin pensar demasiado, como siempre. ¿Por qué esta vez sería diferente?

Esperó, nadando. Oscilando entre un mundo quieto, de sonidos claros, y otro más grave, móvil y silencioso. No pertenecía a ninguno de los dos sitios, sino a la frontera, donde no se podía permanecer. Esperó hasta que cayó la noche, pero ella no volvió. Sola en la oscuridad, con la piel arrugada, se entregó a la marea: a la eterna tristeza y soledad que siempre estuvo buscando.